CUENTOS VULGARES

Por jaime Enrique Sandoval Ponce

Los hechos narrados a continuación sucedieron en un puerto veracruzano, otrora feliz, pacífico y generoso; hoy reducido a un lugar de lamentos, miedos, temores y desconfianzas paranoicas por la maldita inseguridad que se transpíra a diario y en cualquier momento.

Corría el mes de abril del 98. Era una noche con lluvia pertinaz, gruesa, lenta. En unas oficinas del centro de la ciudad, dos buenos amigos a quienes llamaremos Arnaldo y Javier (para cubrir con un tenue manto de discreción a los verdaderos protagonistas quienes, amodorrados por el mal tiempo contemplaban en silencio los gruesos goterones de lluvia que se estrellaban contra la ventana.

El más vetarro, Arnaldo, rascaba los cincuenta años. Alto, desnalgado y con una panza prominente, era el más avezado en el arte del artilugio y la estafa; el otro, Javier, era chaparro, cuarentón narigón e igual de canalla que su compadrito del alma. Ambos compartían la afición por los tragos y las mujeres; ambos eran maestros insuperables en los difíciles quehaceres del trinquete y del sablazo. Eran, en resumen, un par de bellacos.

Tras un prolongado silencio, Arnaldo preguntó a su amigo que cuánto traía disponible para chingarse un par de cervezas. Era media quincena y los dos andaban igual de pránganas. Sacaron monedas y dos billetes arrugados de baja denominación que arrojaban, en suma, ciento veinte pesotes… Cruzaron una fugaz mirada de desconsuelo, superada con su clásica frase: -¡Chiiiingue su madre, vamos por dos cagüamas, y nos queda para los taxis de cada quien! ¿la armamos?-. Obvia la respuesta de los dos.

Salieron corriendo y abordaron un taxi. Pidieron que los llevara a la zona de tolerncia (hoy extinta). Eran las once de la noche cuando bajaron del auto. Ya había parado la lluvia y sólo quedaban charcos y mucho viento.

La zona estaba desierta. ¿A quién chingados se le ocurría salir con ese clima y a media quincena? Caminaron hacia una cantina recién pintada y perfectamente iluminada al fondo de una de las callejuelas. De hecho era la única que estaba abierta aquella noche y no había ni un cliente. Sólo el cantinero los vio entrar con total displicencia. Tomaron asiento los buenos amigos y se sorprendieron que todo el mobiliario era nuevo, también el local olía a pintura fresca y la rocola (a pesar de que estaba encendida y en silencio) era nuevecita.

Frotándose las manos pidieron una cagüama.

Al punto, Javier se percató de la entrada de un cabrón a la cantina. Se detuvo a unos pasos de la entrada; echó un rápido vistazo al local, a los dos clientes y al cantinero…sin decir palabra salió dando largas zancadas.

-Compadre, aquí va a haber pedo, aguas- dijo Javier. Antes de que pudiesen reaccionar, el mismo chango entró y se paró en seco al lado de ellos. -¿Son policías?- inquirió con lengua de trapo, a todas luces pachecote. Los amigos cruzaron una mirada de complicidad, imperceptible para muchos, entendible entre ellos. Era hora de improvisar.

-No, no somos policías-, contestó Javier en tono seco, tajante. Y siguió platicando animadamente con Arnaldo. Nunca peló al intruso, fingió no mirarlo, pero su avezada mirada periférica estaba en alerta máxima. El inesperado visitante se quedó parado, en silencio total por unos diez minutos. Volvió a preguntar, pero ya más encabronado y agresivo: -Ustedes no son de aquí, ¿verdad cabrones?-. Arnaldo juntó las manos mientras recargaba los codos en la mesa, entrecerró los ojos y le escupió con una voz cavernosa y pausada: -Por supuesto que no somos de aquí, amiguito-. El vato se cruzó de brazos, en silencio y así se quedó de pie otro buen rato.

El ambiente se tornaba tenso, demasiado. Ambos estaban metidos no en la boca, sino en los mismos intestinos del diablo, sin dinero y totalmente a merced de sus habilidades de sobrevivencia callejera. Eran malos para los putazos, pero insuperables en la actuación.

-¡Puta madre!, ¿puedo invitarle una cagüama a cada quien?- rugió el extraño jalando una silla de plástico y tomando asiento por sus propios güebos, sin ser invitado. Los dos amigos fingieron una vez más no dar importancia a la intrusión y le dijeron que aceptaban, pero sólo una porque ya iban de salida. El pachecote pidió tres.

javier y Arnaldo reían y platicaban animadamente entre sí sin prestar atención al inesperado anfitrión quien fue pidiendo otras tres y otras tres y otras tres…

Casi a las dos de la mañana los tres ya estaban pedos. Nuestros dos protagonistas ya no sabían cómo deshacerse del agresivo sujeto… en eso cavilaban cuando se les apareció el chamuco.

Harto de ser ignorado, el tipo sacó una escuadra 380, cortó cartucho y la puso sobre la mesa: -¡Ya me tienen hasta la madre culeros, así que orita mismo me dicen quién chingados son o me los chingo!-

Al instante, Javier tocó el pié de Arnaldo por debajo de la mesa. Era una señal. Era, en sí, la señal del “show time”.

-A ver carnal, serénate…¿neta no conoces a mi compadre?- dijo Javier con voz pausada, fría; Arnaldo, por su parte, entró en acción. Aun estando sentado su estatura era notable, por lo que se puso derechito, metió la panza y puso una cara de total desprecio a la muerte. Así de perro era.

-No, pues no sé quien es- dijo el drogo; -Míralo bien, con calma…¿ de verdad eres tan pendejo que no lo reconoces, idiota?-, arriesgó Javier marcando cada una de las palabras.

A este punto, el tipo había dejado la pistola (amartillada y sin seguro, sobre la mesa de madera pintada de azul. Puso ambas manos en la mesa y se acercó para tratar de reconocer Arnaldo.

Ya caliente, Javier le dijo: – Mira, te voy a dar una pista: imagínatelo con un pasamontañas negro-; Arnaldo, entendiendo de volada la jugada, contestó a Javier:
-Tranquilo, Tacho, deja al civil en paz-.

Javier se percató de la entrada de un cabrón a la cantina. Se detuvo a unos pasos de la entrada; echó un rápido vistazo al local, a los dos clientes y al cantinero…sin decir palabra salió dando largas zancadas.

Como tocado por un rayo, el vato loco exclamó a todo pulmón: -¡¡No mames!! ¿eres el sub comandante Marcos? ¡Puta madre, te admiro carnal!- y dirigiéndose a Javier le dijo: ¡ Y mi comandante Tacho! ¡Palamadre, no me va a creer la banda!

Tan inesperada reacción del tipo, en lugar de calmar a los amigos, los puso a temblar… ¿cómo chingados se iban a desafanar de allí? ¿y si el tipo entraba en razón y se daba cuenta que era una cruel y culera tomadura de pelo? ¿y si en el peor de los casos, la burla despertaba en él las ganas de coser a plomazas a los dos granujas?

Providencialmente sonó el teléfono de Arnaldo que estaba junto a la pistola. Presto, Javier lo tomó al primer timbrazo y contestó: -¡A la orden camarada Ramona!-. Al escuchar quién llamaba, el drogado entró en un paroxismo muy cabrón. Dijo que tenía más armas en su casa y que se quería ir con ellos.
-En la madre-, pensó Javier.

-¡Qué Ramona ni qué la chingada, pásame a mi marido que ya se que anda de pedo contigo!- rugió la fémina encolerizada.

– ¡Afirmativo, camarada comandante! Aquí hay un voluntario armado y dispuesto a sacrificar su vida por la causa; sí, sí…en quince minutos por el tanque de agua, 10-4, pendientes camarada comandante!- Javier colgó sin dar tiempo a la doñita a terminar la frase: -Mira pinche Javier, eres un jijo de la chin…..-. Éste, mañosamente apagó el celular. Y apagó también aquel infierno.

Dirigiéndose al exaltado tipo y poniendo su mano sobre su hombro izquierdo le dijo con voz calma y solemne:
-Muchacho, ve por tus armas y municiones y nos alcanzas en media hora en el tanque de agua que está a dos cuadras de aquí; no le digas nada a nadie, paga la cuenta mientras me llevo al comandante. ¡Nadie debe enterarse! con tu vida me respondes si algo le pasa a Marcos. Viene la comandante Ramona con un helicóptero para sacarnos a los tres de aquí. La causa agradece tu entusiasmo. ¡Pélale!, allá te esperamos. media hora, no más-.

El atolondrado sujeto babeaba (no sé si de pedo o por la evidente emoción que lo estremecía de estar entre sus ídolos) pagó la cuenta, loa abrazó de volada, guardó la trona y salió disparado, tropezando con mesas y sillas.

En cuanto lo perdieron de vista, nuestros conocidos salieron corriendo de la cantina, en sentido contrario a su víctima.

Corrieron a oscuras por una callejuela hecha un lodazal y llegaron como pudieron a la calle principal. Llovía a cántaros otra vez y providencialmente pasó un taxi que los recogió.

Ya a bordo, los dos bellacos reían a carcajadas, enloquecidamente aliviados por haber salido bien librados de tan increíble merequetengue. El taxista sólo podía mirarlos extrañado por el retrovisor sin atreverse a preguntar el porqué de tanta risa.

Llegaron a sus respectivos hogares empapados y con los zapatos enlodados, con dolor de estómago por las carcajados y todavía con adrenalina por la aventura corrida hacía cosa de minutos.

Al día siguiente, tempranito, Arnaldo marcó a la extensión de Javier: -Buen día camarada comandante Tacho, ¿cómo amaneció usted?; -Sin novedad en el frente Marcos, sin ninguna novedad- respondió socarrón Javier.

Jamás volvieron a poner un pie en la zona y desde entonces, el par de granujas se pregunta si el tipo aquel los va a reconocer algún día, o si el muy ingenuo estuvo esperando el helicóptero aquella noche, o si se dio cuenta de que le habían tomado el pelo como a un chino y por amor propio se quedó callado. Nadie lo sabe, nadie lo supo.

Y así es como este par de sinvergüenzas se llaman entre sí cuando por casualidad se encuentran en la calle:- Qué onda Tachito-; -quihúbole Marquitos-.
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Por STAFF